martes, 4 de diciembre de 2007

Philip era feliz.

De la misma manera que el tejedor iba tejiendo su dibujo sin otro fin que la satisfacción de su goce estético, debía vivir el hombre su propia vida; y si es necesario creer que las acciones no dependen de nuestra voluntad, nada impide considerar la vida como un dibujo. Pero no existe en ésta ni necesidad ni inutilidad: sólo la satisfacción personal. De los múltiples acontecimientos de la vida -acciones, pensamientos, sentimientos- se podía hacer un dibujo lineal, complicado o artístico. Y aunque el libre albedrío no fuera otra cosa que una ilusión, un fantástico juego en el que las apariencias estuvieran entretejidas con reflejos lunares, no importaba gran cosa. En el curso de la vida -río sin principio que corre hacia un mar irreal-, partiendo de la inutilidad de la existencia, un hombre podía encontrar satisfacción admirando los variados hilos que forman el orbe. Había un dibujo -el más frecuente, bello y perfecto- según el cual el hombre nace, crece, se casa, trae hijos al mundo, trabaja para ganarse la vida y muere. Pero había otros, complicados y magníficos, en los cuales la felicidad no formaba parte de ellos y el triunfo no era alcanzado. Algunas vidas, como la de Hayward, eran interrumpidas cuando el dibujo se hallaba todavía incompleto, pero ahora se consolaba de ello, pues sabía que la cosa carecía de importancia. Otras, como la de Cronshaw, ofrecían un dibujo difícil de observar; era necesario cambiar de punto de vista y desterrar la vieja regla para encontrar justificación a una vida semejante.
Deterrando de sí su anhelo de felicidad, Philip pensó en desterrar asimismo su última ilusión. Su vida le había parecido horrenda cuando la medía pensando en la felicidad, pero ahora le parecía poderla medir con otro rasero. La alegría importaba poco, lo mismo que el dolor. Uno y otra formaban parte, así como los demás detalles de la vida, de la composición del dibujo. Por un instante le pareció estar por encima de las vicisitudes de su existencia y pensó que éstas no podrían atormentarle ya como antes. Cualquier accidente que ahora le ocurriera no significaría para él otra cosa que un movitvo más que añadir a la complejidad del dibujo. Cuando llegar al fin, experimentaría regocijo en verlo completo. Aquel dibujo sería una obra de arte, no menos bella por el hecho de que él solamente conociera su existencia. Y con su muerte dejaría de existir.
Philip era feliz.

Capítulo CVI. Servidumbre humana. W. Somerset Maugham